Para quienes hemos
sido frecuentes usuarios de taxis en Bogotá, descubrir el servicio de Uber fue
todo un acontecimiento.
Parecían llegar a su
fin aquellos días en qué en medio de la lluvia, o de las horas pico, pasábamos
horas pidiendo un taxi por teléfono o desesperados en la calle levantábamos
nuestra mano con la esperanza de que alguno de los amarillos se compadeciera y
nos prestara su servicio.
Cuando finalmente lo
lográbamos, no fueron pocas las veces en que nos recogía fijo el taxista con
cara de pocos amigos, carro de regulares condiciones y casi siempre muy
pequeño. Por más confianza y tranquilidad que tuviéramos, siempre anotábamos la
placa, enviábamos un mensaje de texto o chat o simulábamos una llamada para
decirle a alguien el número de la placa, como “seguro” en caso de atraco, paseo
millonario o violación. Cómo si eso nos sirviera para algo.
Cuando nos llenábamos
de valor les indicábamos que “más despacio por favor” porque la mayoría, muy
jóvenes, vuelan felices por cualquier vía con nosotros indefensos en los
asientos traseros sin cinturón de seguridad y en sus pequeños carros, frágiles
y mortales en caso de accidente.
Pasado el pánico
inicial con algunos (o algunas) podíamos entrar en confianza y entablar
conversaciones de diversa índole, ojalá no política, porque en estos tiempos de
polarización es pisar terreno minado, y llegar con relativa calma a nuestros
destinos finales; pero eso sí, desconfiando siempre de sus conversaciones en
clave, a la espera de la aparición de sus “cómplices”.
Llegada la hora del
pago, de nuevo el miedo, porque no tenían cambio, o era demasiado costoso y su
taxímetro no funcionaba o estaba visiblemente alterado. Pelear no está en las
cuentas de una mujer sola, en esta insegura ciudad. Si todo salía bien, la
adrenalina del viaje en taxi era suficiente para todo el día.
Por esa tortura, el
descubrimiento del servicio de Uber fue un verdadero alivio en nuestra calidad
de vida. Parecía mentira viajar en esta congestionada ciudad en un carro
limpio, con conductor amable, sintiéndonos seguros, sin tener que abrir la
billetera para pagar su servicio, con la emisora de radio de nuestro gusto o en
silencio según nuestra decisión y por la ruta que se nos antojara.
Pero la dicha duró
poco. Empezó una nueva guerra, los empresarios de taxis vieron amenazado su
negocio y envalentonaron a sus taxistas para sacar lo peor de si, la violencia
en todo su esplendor, el todo vale, las amenazas, las extorsiones, los
chantajes, vidrios rotos, carros quemados, la expresión de toda esa cultura que
nos dejó el narcotráfico y que es común que aflore de nuevo para resolver
nuestras disputas.
Y un gobierno incapaz de
obrar como tal, inepto para formular reglas justas para todos, emitiendo normas
confusas e inaplicables y prohibiciones absurdas. Por el contrario, se ve
arrinconado por las mafias de siempre, dándole largas a la reglamentación en
serio del servicio de Uber, que aprovecha el desorden y abusa con sus astronómicas tarifas
como sucedió este día sin carro en Bogotá.
Y en medio de este
caos los corruptos fungiendo de policías para aprovechar la oportunidad y así perseguir
y extorsionar a todo aquel que les parezca un carro Uber, para aterrorizar a
aquellos ciudadanos indefensos cuyo pecado es transportar a su propia familia.
Si queremos evitar muertos
y que esta nueva guerra crezca, es urgente reglamentar el servicio de Uber. El
gobierno en lugar de hacerle juego a estas mafias, debe saber que la “cuarta
revolución industrial” ya llegó, preparar el país para ello y emitir la
normatividad necesaria.
Esta revolución provocada
por la llamada economía colaborativa, crece a pasos gigantes y nada ni nadie
podrá detenerla. Uber, Facebook, Netflix, Airbnb, son solo unos ejemplos de lo
que serán los negocios en el futuro. Sus ganancias ya son extraordinarias y las
empresas tradicionales de taxis, información, televisión y hotelería sienten
sus devastadores efectos.
Colombia, atendiendo
su modelo económico actual, debe adaptarse al cambio y adaptar las
recomendaciones de la Comisión Europea en la agenda para la economía
colaborativa, dada a conocer en junio pasado. Para el posconflicto el país
necesita generar nuevas oportunidades de negocios y quizá una forma de dinamizar
nuestra economía sea esta de los negocios colaborativos.
La empresa privada
tradicional, tendrá que reinventarse, tiene la gran ventaja de tener un mercado
cautivo. Su reto será adaptarse a los nuevos tiempos y seducirnos con un
servicio que supere en costo y calidad al de sus nuevos competidores.
Margarita Obregón