4 de febrero de 2017

Ministro, reglamente Uber

Para quienes hemos sido frecuentes usuarios de taxis en Bogotá, descubrir el servicio de Uber fue todo un acontecimiento.

Parecían llegar a su fin aquellos días en qué en medio de la lluvia, o de las horas pico, pasábamos horas pidiendo un taxi por teléfono o desesperados en la calle levantábamos nuestra mano con la esperanza de que alguno de los amarillos se compadeciera y nos prestara su servicio.

Cuando finalmente lo lográbamos, no fueron pocas las veces en que nos recogía fijo el taxista con cara de pocos amigos, carro de regulares condiciones y casi siempre muy pequeño. Por más confianza y tranquilidad que tuviéramos, siempre anotábamos la placa, enviábamos un mensaje de texto o chat o simulábamos una llamada para decirle a alguien el número de la placa, como “seguro” en caso de atraco, paseo millonario o violación. Cómo si eso nos sirviera para algo.  

Cuando nos llenábamos de valor les indicábamos que “más despacio por favor” porque la mayoría, muy jóvenes, vuelan felices por cualquier vía con nosotros indefensos en los asientos traseros sin cinturón de seguridad y en sus pequeños carros, frágiles y mortales en caso de accidente.

Pasado el pánico inicial con algunos (o algunas) podíamos entrar en confianza y entablar conversaciones de diversa índole, ojalá no política, porque en estos tiempos de polarización es pisar terreno minado, y llegar con relativa calma a nuestros destinos finales; pero eso sí, desconfiando siempre de sus conversaciones en clave, a la espera de la aparición de sus “cómplices”.

Llegada la hora del pago, de nuevo el miedo, porque no tenían cambio, o era demasiado costoso y su taxímetro no funcionaba o estaba visiblemente alterado. Pelear no está en las cuentas de una mujer sola, en esta insegura ciudad. Si todo salía bien, la adrenalina del viaje en taxi era suficiente para todo el día. 

Por esa tortura, el descubrimiento del servicio de Uber fue un verdadero alivio en nuestra calidad de vida. Parecía mentira viajar en esta congestionada ciudad en un carro limpio, con conductor amable, sintiéndonos seguros, sin tener que abrir la billetera para pagar su servicio, con la emisora de radio de nuestro gusto o en silencio según nuestra decisión y por la ruta que se nos antojara.

Pero la dicha duró poco. Empezó una nueva guerra, los empresarios de taxis vieron amenazado su negocio y envalentonaron a sus taxistas para sacar lo peor de si, la violencia en todo su esplendor, el todo vale, las amenazas, las extorsiones, los chantajes, vidrios rotos, carros quemados, la expresión de toda esa cultura que nos dejó el narcotráfico y que es común que aflore de nuevo para resolver nuestras disputas.

Y un gobierno incapaz de obrar como tal, inepto para formular reglas justas para todos, emitiendo normas confusas e inaplicables y prohibiciones absurdas. Por el contrario, se ve arrinconado por las mafias de siempre, dándole largas a la reglamentación en serio del servicio de Uber, que aprovecha el desorden y abusa con sus astronómicas tarifas como sucedió este día sin carro en Bogotá.

Y en medio de este caos los corruptos fungiendo de policías para aprovechar la oportunidad y así perseguir y extorsionar a todo aquel que les parezca un carro Uber, para aterrorizar a aquellos ciudadanos indefensos cuyo pecado es transportar a su propia familia. 

Si queremos evitar muertos y que esta nueva guerra crezca, es urgente reglamentar el servicio de Uber. El gobierno en lugar de hacerle juego a estas mafias, debe saber que la “cuarta revolución industrial” ya llegó, preparar el país para ello y emitir la normatividad necesaria. 

Esta revolución provocada por la llamada economía colaborativa, crece a pasos gigantes y nada ni nadie podrá detenerla. Uber, Facebook, Netflix, Airbnb, son solo unos ejemplos de lo que serán los negocios en el futuro. Sus ganancias ya son extraordinarias y las empresas tradicionales de taxis, información, televisión y hotelería sienten sus devastadores efectos.

Colombia, atendiendo su modelo económico actual, debe adaptarse al cambio y adaptar las recomendaciones de la Comisión Europea en la agenda para la economía colaborativa, dada a conocer en junio pasado. Para el posconflicto el país necesita generar nuevas oportunidades de negocios y quizá una forma de dinamizar nuestra economía sea esta de los negocios colaborativos.

La empresa privada tradicional, tendrá que reinventarse, tiene la gran ventaja de tener un mercado cautivo. Su reto será adaptarse a los nuevos tiempos y seducirnos con un servicio que supere en costo y calidad al de sus nuevos competidores.
     

Margarita Obregón