9 de abril de 2016

El largo camino de la lucha contra la corrupción




Por estos días es frecuente oír que el problema en Colombia no son los grupos armados si no la corrupción, y no les falta razón a quienes lo dicen. Si bien las voces de protesta por este flagelo son miles (hasta los mismos corruptos protestan), las medidas para combatirlas no son eficaces y cada día el fenómeno corroe más nuestra sociedad.


Y esto sucede porque al igual que la violencia o las drogas ilícitas, se combaten sobre todo con medidas represivas. No se estudian los problemas, no se atacan las causas, si no que ingenuamente creemos que reformando las leyes de contratación, creando más inhabilidades, más trámites, engrosando las plantas de personal de las “ías”, aumentando las penas y construyendo más cárceles, lo vamos a solucionar. 

Y está probado que estas medidas represivas más que acabar con la corrupción afectan de manera negativa al ciudadano común y por el contrario los corruptos hacen fiestas porque cada trámite se convierte en un peaje a su favor y a cada norma, ellos sí, le encuentran su atajo.

Para acabar con la corrupción en una sociedad, se requiere que los Estados no solo repriman si no que erradiquen sus causas y para ello se requiere el compromiso de todos los actores de la sociedad empezando por las empresas y las familias, sus células básicas.

En las empresas, es común encontrar hoy programas de Ética y Cumplimiento cuyo objetivo es el cumplimiento legal y desarrollar una cultura fundamentada en la integridad. Su enfoque está en contar con sistemas que controlen los riesgos de fraude y corrupción de manera prioritaria y promover una cultura basada en valores más exigentes que los que establece la ley, sin dejar de lado la detección y el castigo a los infractores.

Se puede decir sin duda que en la actualidad existen buenos de sistemas de control para las empresas, las firmas de auditoría son expertas en su implementación y sus beneficios son palpables pues los grandes casos de corrupción en el mundo han sido detectados gracias a que estos sistemas evidenciaron fallas y dieron pistas para las investigaciones que culminaron enviando a prisión a los culpables. Los controles son fundamentales para administrar empresas y esenciales para persuadir al corrupto. Pero el problema no es ese, muchos ya han hecho la tarea y los que no, pueden hacerlo cuando quieran.

El gran reto para las empresas y para la sociedad es la cultura. Para aquellas se trata no solo de unificar prácticas y valores a través de Códigos de Ética o de Conducta que identifiquen a los miembros de su organización si no que sus líderes sean los primeros en vivir esos valores.

Porque ¿qué gana una empresa con prohibir a sus empleados el recibo de regalos provenientes de proveedores, contratistas o clientes, si sus líderes llevan una activa vida social recibiendo y exigiendo atenciones y agasajos en medio de decisiones de negocios vitales para la compañía y que interesan al oferente?

¿Qué ganan las empresas con conmovedores discursos acerca del respeto si sus líderes humillan a sus subalternos, no consideran su tiempo libre, usan palabras despectivas hacia ellos o simplemente los ignoran hasta en el saludo?

O ¿qué se ganan hablando de humildad en los “modelos de cultura” cuando en las mesas de los Consejos Directivos solo se ven y hablan de Montblanc, ropa de marca, viajes en primera clase y carros de alta gama?

Y ni que hablar del Estado, donde los congresistas son adalides de la moral y de las buenas costumbres cuando salen por TV, pero muchos acuden a las empresas públicas y privadas con sus recomendados por puestos de trabajo, o contratos bajo la amenaza de un debate en el Congreso. Sí, horror de horrores.

Esta doble moral solo genera más corrupción.

Este flagelo solo se acabará cuando, en las empresas y en la sociedad, valoremos a los seres humanos por lo que tienen en la cabeza y en el corazón y no en sus bolsillos; cuando no esté de moda tener camionetas 4X4 si no andar a pie o en un buen transporte público; cuando prefiramos ir a las librerías y a los museos que a los centros comerciales; cuando no soñemos con ganarnos la Baloto para vivir en un vecindario “in” si no cuando trabajemos por el nuestro y lo disfrutemos cualquiera que sea; cuando nos emocione más el humanismo que el consumismo. Acabaremos con la corrupción cuando la presión social y el desprecio por ese modus vivendi arribista sea tal que aísle y avergüence al que se volvió corrupto para tenerlo todo y más.

Este cambio si es posible, pero llevará su tiempo y no lo emprenderán los políticos del corto plazo. Requiere de acciones individuales y colectivas en las que cada uno de nosotros tiene su tarea.

No reneguemos más, no nos señalemos más los unos a los otros, no saquemos más disculpas y empecemos desde ya la lucha contra la corrupción.


Margarita Obregón



3 de abril de 2016

¿Las mujeres somos malas jefes ?



En Colombia solo el 7% prefiere cómo jefe las mujeres y por el contrario un abrumador 66% prefiere a los hombres, según encuesta de Michel Page. Me pregunto si esto obedece a que las mujeres somos en realidad malas jefes, o es algo que simplemente está en el imaginario colectivo pero que en nada se parece a lo que se vive.

La verdad es que mis primeros jefes fueron hombres y la experiencia no fue mala. No tengo queja de ellos, pero recuerdo que ya en aquel entonces mis compañeros me decían que tuviera cuidado si llegaba a tener por jefe una mujer.

A mí me daba risa, y todos sus comentarios me parecían sexistas, machistas y sin fundamento, hasta que por fin me llegó el día. 

Mi primera jefe mujer basaba su estilo de liderazgo en una premisa simple: él mejor era el que trabajaba hasta más tarde en la noche. Pasaba largas jornadas que comprendían días enteros con sus noches, revisando las cuentas de la compañía hasta el último centavo. Al día siguiente, continuaba su trabajo sin siquiera cambiarse de ropa y con su desabrida cara. A las cinco de la tarde nos mandaba decir a quienes le reportábamos directamente que la esperáramos, y fueron muchas las ocasiones en que a las 8 o 9 pm preguntábamos por ella y ya la “doctora” había salido de las oficinas sin avisarnos. Como era de esperarse, su paso por la presidencia fue corto y gris. 

Mi segunda jefe mujer era joven y su estilo consistía en el seguimiento y control milimétrico de cada uno los actos de sus subalternos. Socialmente simpática, entretenida, pero como jefe era insoportable pues debíamos pedirle permiso literalmente hasta para ir al baño. No se imaginan las situaciones tan divertidas que viví pues dentro de su grupo estaba el presidente del sindicato de esa empresa. Hoy me río, pero el agobio que producía la tiranía y la locura de esta mujer, eran insoportables. Nunca más oí de ella.

Así como yo muchos amigos me contaban sus anécdotas con “jefas”, que con frecuencia confundían autoridad con maltrato, claridad con grosería y ser objetiva con ser despiadada.
Obvio que malos jefes hombres había y hay muchos. Irresponsables, mentirosos, alcohólicos, flojos, histéricos, acosadores (por fortuna no me tocó ninguno) pero como eran menos las mujeres en altos cargos pues se hablaba más de ellas.

En todo caso, debo reconocer que muchas mujeres para ganar posiciones en las empresas, se equivocaron adoptando la cultura que ya los señores habían impuesto que conllevaba hablar fuerte, llegar tarde a la casa y estar en infinidad de reuniones. En general a los señores no se les criticaba por ello y en casita siempre los esperaba la comprensiva y abnegada esposa.


Por el contrario, en la carrera por los altos cargos muchas mujeres lograron su objetivo, pero también algunas perdieron sus maridos que les consiguieron el reemplazo pues “culpa de ellas, porque al marido toca cuidarlo”. Varias rehicieron su vida, pero las otras llenaron su soledad con su trabajo convirtiéndolo en su vida y razón de ser, lo que repercutió negativamente en su estilo.

No es entonces que en Colombia las mujeres seamos malas jefes. Es que cuando lo somos, el pecado se nos nota más. Particularmente yo no creo en etiquetas y creo que no es cuestión de género si no de estilo y los personajillos inseguros que se valen de cualquier ínfimo poder para explotar a los otros son de cualquier sexo.

Para fortuna de todos, esos malos estilos de liderazgo están mandados a recoger.

En el siglo XXI un líder es el que inspira y da confianza, deja volar a su equipo, no le importa su presencia permanente en las oficinas, le importan los resultados, y sabe que aquello de la “hora asiento” no le genera ningún valor. El líder de hoy se preocupa porque los integrantes de su equipo tengan tiempo para resolver sus asuntos personales, está interesado en que todos comprendan que la vida no es el trabajo y sabe que gente con sus asuntos personales resueltos es gente mucho más productiva. También sabe que su reto es hacer que su equipo ame su trabajo y no que sus pupilos actúen por miedo que paraliza y entorpece.

Y a las mujeres se nos puede dar fácilmente esta clase de liderazgo. Es por tanto hora de revertir el estereotipo  “mujer= mala jefe”.


Mujeres, es nuestro momento. Tomémonos la cultura de las empresas y hagamos que este estilo de gerencia sea una realidad y no solo el discurso de los gurús del management.  Lideremos el cambio y convirtamos el equilibrio vida familiar-vida laboral en el patrón a seguir por todas nuestras empresas y hagamos de ellas un espléndido lugar para trabajar.


Margarita Obregón