Hace algunos
años me maravillé con Amy Winehouse, la joven británica, nacida el 14 de
septiembre de 1983, compositora y cantante que mezclaba jazz, blues, soul y ska,
que con una extraordinaria voz de contralto e impactantes interpretaciones, nos
recordaba a grandes cantantes como Aretha Franklin o Ella Fitzgerald, y nos
obligaba a oírla, aún a los neófitos en esos géneros musicales.
Seguí su carrera, sus discos, sus numerosos premios (6 Grammys, 5 de ellos por su álbum Back to Black) y cada aparición. Pero con el correr de los días me enteraba más sobre su vida personal que sobre su vida artística, ya que la prensa nos tenía muy al tanto de su adicción a las drogas y al alcohol, su bulimia, sus escándalos, rehabilitaciones fallidas, hasta que finalmente supe de su fallecimiento el 23 de julio de 2011.
Se quedó en
la memoria de mi corazón su profunda voz y las letras de sus canciones que
daban cuenta de una intensa vida, a pesar de su corta edad, marcada por su
necesidad de ser amada y sus complejas relaciones.
Revisando
las películas ganadoras de los premios Oscar 2016 encontré el documental
“Amy”, dirigido por el cineasta británico Asif Kapadia, que ganó este premio como
Mejor documental y a la vez otros grandes premios de cine como los Bafta, los
Critic’s Choice Awards y los PGA Awards que lo galardonaron en la misma
categoría.
El
documental cuenta su vida, sus triunfos y su muerte, tras sufrir un colapso ante
el síndrome de abstinencia, a través de videos, en su mayoría caseros, y
testimonios de sus más cercanos, con bastante objetividad, pues en la mayor
parte de sus 2 horas y 8 minutos, están presentes la voz y la imagen de Amy y
de sus allegados de manera espontánea.
El filme es
impactante y muestra lo peor de nuestra sociedad representada por la ambición
de su padre y sus productores, la oscuridad de su marido y el amarillismo de
los medios de comunicación frente a una artista muy joven (a los 16 años obtuvo
su primer gran contrato) queriendo enfrentar sola el mundo, a su modo, ante el
divorcio de su padres, y a su vez divertida, inteligente, de excepcional
talento, con innegables ganas de vivir, con una impresionante cultura musical, hipersensible,
lo que la hizo muy vulnerable en ese entorno y no apta para manejar los embates
de la fama.
Se puede
ver al padre, Mitch Winehouse, adorado por la cantante, pero que no tuvo escrúpulos
para explotarla aún en sus peores momentos. Asombra ver la escena en la isla de
Santa Lucía, a donde Amy había huido para recuperarse, cuando Mitch llega a
visitarla en compañía de periodistas y camarógrafos que la invaden sin el más
mínimo respeto por su privacidad.
Desolación y
ganas de que todo acabe cuando se ve la escena del concierto de Amy en Belgrado,
totalmente ebria, abucheada por el público, y oír luego al productor que la
obligó a cantar, cuando expresa que “mi función era hacer que cumpliera el
contrato” sin reparar en la fragilidad de ese ser humano que ya había tocado
fondo.
Y qué decir
de la rabia que producen los flashes acosándola continuamente y reventando sobre
todas sus debilidades.
Y en medio
de todo este drama humano, se nos revelan la emoción de sus éxitos, la gente
que sí luchó por ella, su talento, y sus canciones que aparecen y desaparecen a
lo largo del documental como un “yo acuso” recordándonos lo que nos hubiera
podido deleitar de no haber sido por la voracidad de esta sociedad que con sus
antivalores de éxito y dinero se traga a estos seres excepcionales hasta
matarlos, sin que ello importe pues después de su muerte, igual, todos siguen
viviendo de sus regalías.
Margarita Obregón
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